viernes, 18 de septiembre de 2015

La tragedia migratoria de Europa vista desde la crisis de España


Luis Eduardo Dufrechou Bermolén.- Europa es hoy una fortaleza, un gran “muro de la vergüenza” que ha hecho del Mare Nostrum un sórdido cementerio. Y sin embargo el silencio, apenas roto por algunas organizaciones, es ensordecedor. A lo largo de la última década la “barbarización” del control migratorio ha fabricado una imagen que remite a lo peor de la historia europea: concertinas y alambres de espino, elevadas y kilométricas vallas, vigilancia satelital, patrullas marítimas, directivas de retorno, expulsiones al margen de toda legalidad, ayuda económica condicionada a la aceptación de la mano dura y las repatriaciones, muertes y más muertes que trascienden al gran público, pero que apenas permean el debate político. En definitiva, la U.E. ha erigido una enorme maquinaria represiva con el único cometido de preservar el cada vez más distópico sueño europeo de aquellos que por siglos fueron víctimas de sus huellas imperiales.
El colectivo más vulnerable es el procedente de África, especialmente quienes huyen por la peligrosa ruta que une la destruida Libia con el Sur de Italia. Según diversas fuentes, este lugar concentra el grueso de las 2.000 muertes registradas en el Mediterráneo en lo que va de año. El discurso oficial, extraordinariamente selectivo, subraya como causas la pobreza endémica, la violencia interétnica y el sectarismo religioso, eximiendo de toda responsabilidad a las grandes transnacionales europeas, protagonistas del expolio de sus recursos mineros, energéticos, agrícolas y pesqueros[1]. No mucha mejor suerte corren quienes sufren, en calidad de refugiados, los resultados de los experimentos y agresiones atlantistas en Oriente Próximo. A los que huyen del hambre les está vetada la entrada; a los que lo hacen de la guerra, de conseguir hacerlo, la permanencia. Las dimensiones no podrían ser más dramáticas: en los primeros 7 meses del 2015 cerca de 124.000 refugiados llegaron a Grecia procedentes de Siria, Irak y Afganistán[2].
Mientras tanto España, que a comienzos de siglo vivió el mayor flujo migratorio de toda la U.E., registró unas llegadas insignificantes en comparación con Grecia o Italia, lo que no significa, ni mucho menos, que las Canarias, el Estrecho de Gibraltar o las ciudades norteafricanas de Ceuta y Melilla sean escenario frecuente de truculentos acontecimientos. En las dos últimas, resabios coloniales bajo soberanía española, la violencia hacia quienes intentan sortear las militarizadas y cortantes vallas y el hacinamiento de aquellos que consiguieron superarlas moldean cada día el rostro más duro de esta tragedia humanitaria. Si bien nadie duda que los aeropuertos son el medio prioritario de entrada al país, la imagen de descontrolada avalancha ha sido muy funcional para legitimar las respuestas más expeditivas, incluyendo la aquiescencia hacia una custodia fronteriza convertida en una suerte de guerra –también de los países pobres- contra los pobres.
En cualquier caso en materia de migración las percepciones y la alarma social determinan la toma de decisiones. Aunque la realidad española es la de cada vez más familias y amigos despidiendo a los suyos la política inmigratoria, en un aparente viraje sin sentido, se endureció y tornó más restrictiva. Entre las permanencias tenemos 8 espacios carcelarios de facto, o Centros de Internamiento de Extranjeros, en los que sólo la cancelación del derecho hace posible que la infracción administrativa –la ausencia de documentación- se convierta en un delito punible. De igual modo la Policía Nacional continúa con sus sistemáticas redadas racistas en las grandes ciudades. El cambio más significativo, por lo tanto, ha sido en la situación social de la población extranjera: el colapso del “modelo español” ha disparado su tasa desempleo al 33,22%[3] y la de pobreza relativa al 40%, mientras los recortes de gasto público impusieron desde 2012, entre otras medidas, un apartheid sanitario a los “sin papeles”. Todo ello explica que los flujos demográficos se hayan invertido, siendo más la gente que emigra de la que entra. No obstante, el grueso de la población que parte al exterior tiene nacionalidad española, hayan nacido o no en el país, mientras los rigores de la coyuntura no han impedido que la población residente o irregular esté optando por permanecer en suelo español.
El deterioro en las condiciones de vida de tanta gente y la deshumanización de la política migratoria son reflejo del deslizamiento generalizado hacia la derecha inherente a las últimas décadas de hegemonía neoliberal. Pero en última instancia habría que buscar su casuística no sólo en algunos elementos coyunturales, sino también rastrear en las bases más profundas de la cultura europea –y su prolongación norteamericana-. Los europeos, como sostiene el historiador Josep Fontana[4], prefiguraron de forma temprana, desde la propia antigüedad clásica, su imagen e identidad colectiva en base a la deformación perenne del “otro”, siempre considerado de naturaleza “inferior”. El miedo a persas y godos, el rechazo al enemigo islámico o el trato dispensado por los imperios modernos y contemporáneos hacia el colonizado serían, por poner sólo algunos ejemplos, distintas fases de un mismo proceso histórico tendente a la configuración de un sustrato civilizatorio de naturaleza xenófoba y excluyente.
No es mi intención caer en el juicio anacrónico, pero sobre este trasfondo reposan algunas claves explicativas que nos permiten entender por qué buena parte del continente, sobre todo en el Norte, opta como respuestas a los retos del presente por la exclusión racista y el reparto cada vez más asimétrico de la riqueza y no por abrir nuevas alamedas en lo social, lo económico y lo político. El impacto de las múltiples crisis humanitarias que rodean Europa agita el árbol del miedo al otro y al consiguiente aumento en la competencia por unos recursos decrecientes, mientras la dislocación económica y social ha venido a favorecer que sea la extrema derecha quien coseche los frutos del descontento. Afortunadamente la contienda política en el Sur de Europa se mueve en la actualidad en  otros términos, lo cual no impide que las respuestas de la sociedad europea a la crisis constituyan un horizonte preocupante. Que no sea el único posible es tarea de todos y todas.
Para Correo del Alba, Luis Eduardo Dufrechou Bermolén. Historiador por la Universidad Complutense de Madrid.  ledbermolen@gmail.com
Fuente: Ágora Alcorcón

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